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¡Ayotzinapa vive!

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Están por cumplirse siete años de la desaparición de los 43 normalistas. Esta fecha nos obliga a recordar no sólo a los estudiantes que desde la triste noche del 26 de septiembre de 2014 abrieron una herida que aún sangra en el alma de nuestro país.

El 26 de septiembre también se conmemora en México el Día Nacional de los Desaparecidos, referencia obligada para tener presentes en la agenda social a los más de 32 mil mexicanos que oficialmente aparecen en la lista de no localizados.

Hoy, por supuesto, la conmemoración es para muchos sólo una fecha «política» e incluso, hay quienes se molestan por que el tema sigue presentándose en los medios de comunicación, alegando que, ciertamente, la lógica indica que los estudiantes ya están muertos.

Pero no se nos debe olvidar lo que significó este evento para el país en su momento, que removió las entrañas del aparato político y social, desnudó el terrible fenómeno de las desapariciones forzadas, cimbró al gobierno de Peña Nieto, evidenció a nuestra nación como una vergüenza en términos de derechos humanos y exhibió, ante el concierto de las naciones, lo que suce desde hace mucho tiempo en el territorio mexicano y que pocos querían aceptar.

Como dijo Layda Sansores, entonces senadora de la república y hoy gobernadora de Campeche: la noche de Ayotzinapa nos abrió en canal. Y desgarró a más de 200 familias, pues de acuerdo con el informe de los expertos internacionales independientes, ese es el número de víctimas, entre desaparecidos, muertos, mutilados, heridos, y vecinos que resultaron con un trauma por ser testigos de esa noche horrenda.

Recuerdo los días posteriores a la desaparición de los normalistas: el revuelo, la agitación social, el dolor de enterarnos de lo que supuestamente le había pasado a los muchachos. Pero al mismo tiempo, los días de Ayotzinapa eran unos de esperanza, pues ante la mirada de todos el país parecía despertar.

En la historia de México ya están inscritas frases como «la verdad histórica», «ya me cansé», «ya sé que no apaluden» que datan justo de esa época, así como la manifestación im-pre-sio-nan-te que tuvo lugar el 20 de noviembre, poco después que se diera a conocer la supuesta incineración de los jóvenes en el basurero del Río San Juan y que culminó con una muchedumbre prendiéndole fuego a la efigie de Peña Nieto en el zócalo de la Ciudad de México.

Esa fue la misma multitud que el expresidente mandó a reprimir a palos, en un golpe que recuerda los eventos sangrientos del 2 de octubre del 68, o del «halconazo» de 1971 -dejando de lado, por supuesto, las víctimas mortales -. Sin embargo, a la luz de los años llego a pensar que el aparato de inteligencia peñanietista tenía motivos para creer que México se encontraba en la antesala de la insurrección y que por eso decidió que era tiempo de dar a los rijosos un castigo ejemplar, antes de que el país se levantara en armas.

No olvidemos que antes de la manifestación del 20 de noviembre, ciudadanos le prendieron fuego al Congreso de Guerrero, a la Casa de Gobierno también. A la sede del PRI, del PAN y del PRD en varias entidades e incluso, a la puerta Mariana de Palacio Nacional, todo a raíz de Ayotzinapa. El caldo de cultivo para un levantamiento social estaba servido por la desaparición de los normalistas y me atrevo a decir que el país escapó por poco a una sublevación civil armada.

De hecho, el triunfo de la oposición, por medio de la persona de Andrés Manuel López Obrador, es resultado directo de la indignación que provocó en México aquella triste noche en Iguala y que afortunadamente se expresó en las urnas de manera democrática y no a través de la violencia.

En el caso de Puebla, tengo fresco en mi memoria el recuerdo de aquella manifestación enorme de estudiantes, que también ocurrió el 20 de noviembre de 2014. Miles de jóvenes, alumnos de la BUAP el Tecnológico de Puebla, la UTP, la Ibero y otras universidades privadas, marcharon desde la Avenida Juárez al zócalo y, contando del uno al 43, hicieron cimbrar las ventanas del Palacio Municipal.08:12

Es triste que a siete años, el caso se encuentre más enredado que en el principio, debido a la conflagración del gobierno de entonces para ocultar lo que no querían que se supiera: que el Ejército y la Policía Federal, también la estatal de Guerrero, estaban involucrados en la desaparición de los normalistas; que Ayotzinapa efectivamente fue un crimen de Estado.

A la luz de los más recientes hallazgos, la comisión que encabeza Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos de la SEGOB, tiene ante sí una tarea gigante, pues no sólo debe investigar un caso criminal que sucedió hace siete años, sino que encima, tiene que lidiar con el entramado, las mentiras, toda la maraña que tejió la Procuraduría de Jesús Murillo Karam para que la verdad no se supiera.

Concluyo con la reflexión de que, como todo indica, los sucesos fatales del 26 y 27 de septiembre de 2014 pasan forzosamente por la venta y trasiego de drogas pues, si la investigación de la periodista Anabel Hernández es certera, a los muchachos se les desapareció porque, sin saber, «tomaron» un autobús que llevaba un cargamento de heroína.

Eso me obliga a reconocer nuevamente que las drogas, y especialmente las drogas químicas, estás íntimamente ligadas con la criminalidad, y que todos aquellos que aspiremos a estar en paz con nuestras conciencias, no podemos ser parte, ni siquiera como consumidores, de esa cadena que hoy ha destruido a miles de familias inocentes.

Por los desaparecidos de Ayotzinapa y todos los demás; por todos los que un día salieron de sus casas y nunca más volvieron. Por las madres que hoy se han convertido en buscadoras de huesos en fosas clandestinas; por los familiares que sólo aspiran a tener una tumba en la que llorar… hoy más que nunca se debe escuchar: ¡Ayotzinapa vive, la lucha sigue y sigue!

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