La aparición del cuerpo de un recién nacido en un basurero del penal de San Miguel, en Puebla, debe ser un fiel retrato de la sociedad en que como mexicanos nos hemos convertido.
No importan los pormenores de cómo el cuerpo de un bebé de tres meses de edad pudo aparecer en el contenedor de basura de un centro penitenciario: cualquiera que sea la explicación es irrelevante a la luz del cuadro. Si se mira bien, con la distancia suficiente, resulta horrorosamente elocuente.
¿Cómo el cuerpo de un recién nacido puede ir a dar a una cárcel y ser tirado en la basura? Las explicaciones podrían ser no tan extrañas a la luz de la realidad que priva en muchas prisiones femeninas mexicanas, donde las internas se embarazan y tienen a sus hijos ahí dentro, estos crecen y se acostumbran incluso a la dinámica carcelaria.
Las especulaciones, sin embargo, en torno a este caso, apuntan a situaciones tan diversas como espeluznantes, que incluso mencionarlas antes de tener certeza sobre el objetivo por el que el cuerpo del menor fue introducido a la cárcel, resulta morboso.
Como quiera que sea, todos estamos de acuerdo en que un menor de edad -y menos un recién nacido -no tiene nada qué hacer en un centro penitenciario y el hallazgo de esta semana tiene que hacer, si o sí, que las autoridades tomen cartas en el asunto para modificar, aunque sea una de las condiciones que privan en las penitenciarías mexicanas.
El retrato hablado que hizo Luis Miguel Barbosa este miércoles durante su videoconferencia de prensa no deja lugar a dudas sobre la situación de los CERESOS: una lucha constante de los reclusos por saltarse la ley, controlar a otros internos y delinquir, seguir delinquiendo desde el interior, ante la vista gorda de no pocos custodios y autoridades penitenciarias.