El juego del hombre

El próximo domingo inicia la Copa Mundial de la FIFA 2022, un evento que, aunque ha sido vendido desde sus orígenes como una oportunidad para promover los vínculos entre naciones, ha evidenciado en más de una ocasión que su existencia responde a intereses que trascienden lo deportivo. La elección de la sede de la contienda que se lleva a cabo cada cuatro años, a menos que algún suceso trascendental lo impida, ha servido para medir el clima económico, social y político en el que se encuentra el mundo.
Especialmente esta edición ha destacado por la elección de su sede Qatar, que retrata muchos de los problemas más terribles de la humanidad como la explotación de mano de obra barata, el enriquecimiento de las minorías, el totalitarismo, el terrorismo, la represión, la discriminación, el machismo, la violencia. Pero la decisión de la FIFA no es tan descabellada como pareciera, el “Juego del Hombre” siempre ha sido pensado para los hombres, para reafirmar su virilidad, su poder, su hegemonía.
Lo que menos importa en este juego es la convivencia sana y pacífica, la cancha no es más que un cuadrilátero en el que tarde o temprano los egos superan al Fair Play y convierten la competencia en una contienda primitiva que, más allá del gol, busca mostrar la superioridad de unos sobre otros a través de la violencia física y verbal. ¿Será que, si los partidos de fútbol no incluyeran los berrinches de los jugadores, los manoteos y las mentadas dejarían de acaparar el raiting? Habría que ver.
Para el Juego del Hombre, no importa quién salga lastimado mientras el dinero siga fluyendo y el Circo Romano se perpetue. Esto se replica dentro y fuera de la cancha, en las barras que se persiguen unas a otras sin reparar en las familias que aún creen en las bondades del fútbol, en las directivas que consienten a los porros para mantener vivo el espectáculo, en las Federaciones que solapan los arreglos que los clubes hacen bajo el agua para determinar quién será el campeón, incluso antes de iniciar los torneos.
Por eso no es de extrañarse que, sobre todos los contras que podrían ponerse de relieve en la selección de la sede para el Mundial, ganaron los pros que solo benefician a la hegemonía futbolística y a su discurso. Entre las prioridades de la élite del balompié no figura la diversidad ni de opiniones, ni de aspectos, ni de preferencias, ni de géneros. Aun cuando a las ligas femeninas les han otorgado el “permiso” de asomarse en el panorama, el “reinado” masculino las mantiene ahí, en la sombra, donde nadie las vea ni se interese por las miseras condiciones salariales en las que intentan explotar su pasión por el deporte.
Un reporte de Amnistía Internacional ha expuesto las condiciones violentas en las que se ha organizado y bajo las cuales el anfitrión piensa llevar a cabo el Mundial. Los migrantes que constituyen gran parte de la población de Qatar han sido explotados y abusados para cumplir con la cantidad de estadios requeridos por la FIFA para un evento de esta magnitud, las mujeres siguen bajo la tutela de sus padres, hermanos y esposos, por lo cual no pueden tomar las decisiones más básicas sobre sí mismas, la homosexualidad es penada con cárcel y nadie puede hablar de ello porque las críticas contra el Estado son duramente reprimidas.
La intención de esta columna no es denostar el deporte, sino criticar al sistema maquiavélico que lo utiliza para reproducir sus discursos más retorcidos para mantenerse vigente. Los patrones de violencia que vemos a ras de cancha no son más que la reproducción de conductas atávicas que no permiten a la sociedad avanzar hacia la conciliación y el respeto, el deporte debe dejar de pensarse como un negocio que se vale de la réplica de discursos machistas para legitimar las prácticas de corrupción y disrupción de la convivencia pacífica.
El Mundial de Qatar 2022 debería ser, más que una competencia entre naciones, una oportunidad para combatir desde un mismo eje los discursos que nos mantienen separados unos de otros. El fútbol, como expresión y experiencia cultural, merece observarse desde una perspectiva más crítica que, aunque parta de lo lúdico, no deje de lado las implicaciones económicas, políticas y sociales del deporte, sobre todo en defensa de los derechos humanos a los que todos debemos tener acceso. El fútbol no como fin, sino como pretexto.
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