Tonatiuh Maximiliano / @reporteroguapo
El 18 de junio de 1971, el presidente Richard Nixon anunció al mundo que ese día Estados Unidos le declaraba la guerra al consumo de drogas.
Sin saberlo, Nixon estaba cambiando la historia del país y de todo el orbe de manera dramática para siempre.
No sobra decir que la guerra no sólo ha resultado un completo fracaso, sino que hoy el mundo se encuentra inmerso en una pandemia mucho más letal que la del coronavirus. Esta pandemia, silenciosa y para la que no existe vacuna, cobra cada año millones de muertes, familias separadas, vidas brillantes truncadas, violencia, inseguridad, cárceles repletas y víctimas colaterales.
Cada vez son más los países que claman por un cambio de estrategia, ante los evidentes resultados que demuestran no sólo que hoy el fenómeno de la producción, tráfico, venta y consumo de estupefacientes es muchísimo más complejo que hace medio siglo sino que incluso, la industria o industrias que se han desarrollado a su alrededor, hacen de este mundo un peor lugar para vivir.
A un lado del consumo de drogas caminan la violencia, la delincuencia, la corrupción, la desintegración familiar, los hijos que crecen sin padres y los padres que pierden a sus hijos. Los cárteles que se dedican al narcotráfico son hoy industrias transnacionales cuyo poder trastoca de manera vertical y horizontal casi todos los espacios de la vida pública y privada.
La mafia hoy está presente en la Iglesia, el Gobierno, la Policía, los tribunales, las empresas, las organizaciones mediáticas y culturales. Los narcotraficantes cuentan con el poder de corromper a gobernadores, deportistas, sacerdotes, figuras del espectáculo, jueces, banqueros, periodistas, dirigentes sindicales y muchos, muchísimos líderes empresariales.
De la mano de la venta y trasiego de sustancias, van por el mundo el lavado de dinero, la extorsión, el secuestro, la trata de personas, el tráfico de armas, el desvío de capitales de los fondos públicos, el homicidio y hasta el mercado negro de órganos humanos, sin olvidar el relativamente nuevo y muy mexicano negocio del «huachicol».
Partiendo de esta realidad -que es prácticamente imposible acabar con el narco -, los gobiernos de algunos países como principalmente los europeos han decidido explorar nuevas opciones, poniendo fin a la era de la prohibición de enervantes y abriendo la puerta a la legalización, con la espera de que al asumir el control, el Estado regule el mercado de las drogas en vez de dejarlo en manos de grupos sanguinarios que cuentan con los recursos para corromper a cualquiera que se les ponga enfrente.
La idea de Nixon en aquel verano del 71 era trabajar desde la sensibilización de las conciencias para evitar que los jóvenes de aquella época cayeran en la trampa del falso glamour que aparenta el consumo de drogas. Su intempestiva salida del gobierno estadounidense, producto del «watergate», hizo que esa guerra se acelerara y tomara un rumbo distinto.
Su sucesor Ronald Reagan presionó a sus homólogos del primer mundo para que promulgaran leyes más duras con el fin de combatir y perseguir a todos los vendedores y distribuidores de drogas, aunque en ese entonces la preocupación principal eran sustancias como el LSD y la heroína, que ya causaba muertes en buena parte de la Unión Americana.
50 años después no sólo la cocaína inundó las ciudades del mundo, sino que aparecieron y se perfeccionaron otros químicos como la metanfetamina, probablemente el principal problema de territorios latinoamericanos como el nuestro, además de que el vecino del norte experimenta una nueva crisis por el consumo de opioides, entre los que se destaca el mortal y temible fentanilo.
A nivel local, las historias que se han contado recientemente en Puebla son sólo una muestra y una llamada de alarma de lo que ya no podemos seguir considerando como un problema lejano, propio de los países anglosajones.
Los casos de jóvenes muertos en «anexos», encadenados, golpeados, hablan a gritos de un fenómeno que ya no debe ser tratado únicamente por instituciones que se decían expertas, pero que cuentan con un índice de efectividad inferior al 2 %.
Estamos escalando en una pared de lodo, donde a cada paso que pretendemos avanzar nos emporcamos más, para darnos cuenta que nuestra salud mental, individual y colectiva, depende en gran medida de que este problema se afronte con sensibilidad y realismo.