Hace varios años, en una colonia popular de la ciudad de Puebla, Karina, mamá del pequeño Iván de 3 años, conoció a Pedro, de quien se enamoró perdidamente en uno de los bailes que se organizaban cada fin de semana en el salón Petroleros. Ella empezaba a establecerse como vendedora ambulante mientras que él se ganaba la vida como chalán de gasero en la pipa de un amigo que le daba chance de acompañarlo de vez en cuando, mientras el supervisor no se diera cuenta.
Los enamorados en cuestión empezaron una relación y un par de años después, con la llegada de Pamela, su pequeña hija, decidieron vivir juntos. Sin embargo, la inestabilidad económica del trabajo de Pedro exigía que, aun embarazada, Karina tuviera que emprender sus viajes a la Ciudad de México para traer su mercancía y luego venderla en jornadas agotadoras para solventar los gastos básicos. El acuerdo inicial era que Pedro se haría cargo de la renta mientras Karina se hacía cargo del resto, pero el joven que jamás tuvo la intención de buscar otras oportunidades de trabajo decidió ahorrarse la fatiga y pedir asilo en casa de sus abuelos, el lugar en el que tanto él como el resto de sus familiares desobligados llevaban a sus familias para ahorrarse unos pesos.
Con el paso del tiempo, el negocio de Karina empezó a prosperar. Ya tenía su propia cartera de clientes y no solo se dedicaba a la venta de artículos de fayuca, sino que había puesto en marcha un negocio de banquetes para fiestas que había pasado de cubrir pedidos de sus familia para encargarse de eventos más grandes en su colonia. Pedro, por otro lado, ahogaba la pena de no conseguir trabajo en la tienda de la esquina con sus compadres de siempre: El Tortas y El Chino. Luego se iba con ellos a los bailes de la CAPU y no dudaba en escaparse con la primera chica que lo aceptara.
Al principio, Karina se preocupaba cada vez que Pedro no llegaba a la casa. Cansada de los viajes, de las ventas, de la cocina y de los niños, se sentaba en la mesa a preparar la jornada del día siguiente mientras lloraba en silencio pensando en lo que podía haberle pasado. Esa sensación fue desapareciendo tras verlo llegar varias veces, unas horas o unos días después de lo esperado, tambaleándose de borracho, con olor a un perfume que no era el suyo y reclamando un platillo caliente en la mesa. Entonces la tristeza fue dando paso a la frustración y a la rabia.
En ese punto, cada reclamo se convertía sin falta en un estallido de gritos, insultos y golpes que terminaba con ella sangrando, él en la calle y los niños escondidos en el baño. Fueron varias las ocasiones en que Karina tuvo que ocultar los moretones de sus ojos y el dolor del alma para continuar con sus negocios al día siguiente y sacar adelante a sus hijos. Mientras tanto, Pedro llenaba sus vacíos ya no solo con alcohol, sino con cualquier sustancia que le pusieran enfrente. Pamela e Iván veían todo, escuchaban todo y lloraban hasta que les ganaba el sueño.
Esta historia no tiene un final. Karina corrió a Pedro de su vida el día en que, al ser detenido por participar en el robo a un local de telefonía, fue a verlo a la cárcel solo para darse cuenta de que su novia, la abogada, ya estaba haciendo los trámites para sacarlo. Pedro, por su parte, saliendo de la cárcel fue a rogarle que volviera con él para después insultarla cuando le dijo que no. — A ver qué haces sin mí. Tú y tus hijos se van a morir de hambre — afirmaba como si sus inexistentes aportaciones les hubieran mantenido vivos durante años. Pamela se embarazó del primer novio que le ofreció un poco del cariño que no pudo encontrar en casa, Iván lleva tres matrimonios fallidos y dos hijas a quienes ve cada fin de semana, si la parranda que llena sus vacíos lo permite.
Esta semana fue aprobada por el Senado la reforma que promueve la creación del Registro Nacional de Obligaciones Alimentarias en el cual se recopilen los datos de los deudores para que no tengan acceso a licencias, pasaportes, cargos públicos o matrimonio si no cumplen con sus obligaciones como padres. Este paso es de gran importancia para garantizar para la defensa de los derechos tanto de las mujeres que no deben cargar con toda la responsabilidad económica de su familia como de niñas, niños y adolescentes que no deben verse obligados a desertar de sus estudios y a trabajar para ayudar en el mantenimiento de sus casas. Pero ¿será esto suficiente?
¿Qué pasa con historias como la de Karina, la de Pamela y la de Iván? ¿Qué sucederá con aquellos deudores que con tal de no dar dinero deciden no tener trabajo? ¿Qué pasará con los que esconden ingresos? ¿Y con los que están encarcelados? ¿Qué hay con aquellos que no han reconocido a sus hijos? Pero, sobre todo, ¿Qué pasa con la deuda emocional? ¿Cómo se cobra por las heridas del abandono, de la humillación, del rechazo y del miedo? ¿Cómo sanar las deudas más profundas?