Es cierto que el poder embriaga, descontrola, a quien lo consume como si fuera agave. Pero también es verdad que a veces los tragos de agua que da el poderoso, el antidemócrata, sobre todo, cuando se tienen que tomar decisiones que son clave para el país, si son rápidos, con esa disimulada serenidad que caracteriza a los insolentes, sin duda producen exabruptos. Así le está pasando al presidente de la República. Siente que se le acaba el tiempo. Su sobriedad intelectual es un teatro del absurdo. Sus reformas se transforman en reformulaciones sin salida y su proyecto de nación no pasará incólume. Por eso, durante la cruda moral, ya sacó a pasear militares, por eso quiere reventar al INE.
La contradicción acompaña el mandatario no como una condición más de lo humano, sino como su cualidad principal, ya no busca cómo escapar de sus telarañas dado que le conviene seguir enredando a sus discípulos. Sus comparsas en todos los ámbitos de la vida pública, han dejado la borrachera que dejó la 4T y lo están invitando a la fiesta del desamparo. Esto se irá haciendo cada vez más evidente conforme pasen los meses y será en septiembre cuando termine de explotar Andrés Manuel contra sus adversarios, sus “amigos” y los prófugos de sus fallidas políticas públicas. Nadie se salvará como fariseos huyendo del templo.
¿Qué o quién será el responsable de que el presidente acabe por envenenarse de odio y desprecio a las minorías que no votaron por él? La peor cosa que le ha pasado en esa catarsis de arrebatos es que ya ni prometer sabe, y aunque la elocuencia no es uno de sus principales atributos, su desfachatez y comunicación no verbal continua generando aprecio y admiración en los menos informados, puesto que en su “república del amor”, el pensamiento libre no es bienvenido.
Tal y como lo ha mencionado Roger Bartra, uno de sus críticos más avezados, AMLO no es un gobernante de izquierda ya que, si se rastrea bien, posee más rasgos de la derecha populista, por lo que prácticamente sus tentaciones y demonios radican ahí, en ese sitio en el que tarde o temprano lo mutará de nuevo en lo que siempre ha sido, un priista de cepa. Al final, el agave lopezportillista, del que aún bebe el inquilino de Palacio, hará sus estragos. Tal vez, sin una reforma electoral a modo, lo único que le quede es defender el peso como un perro. ¡Salud!