Hace unos días se daba a conocer el caso de María Ángela, una chica que desapareció de un momento a otro en la estación Indios Verdes de la línea 3 del Metro de la Ciudad de México, mientras esperaba a su madre afuera de los baños. Tras varios días de manifestaciones y cierres por parte de familiares y amigos, Ángela fue encontrada por un joven vecino del municipio de Nezahualcóyotl, envuelta en una bolsa de basura, en posición fetal, atada de pies y manos, con cinta canela alrededor del estómago, muy nerviosa y asustada.
Entre sus primeras declaraciones afirmó que fue secuestrada y que estuvo encerrada en un cuarto oscuro con otras chicas, sin embargo, esta semana la Fiscalía capitalina dio a conocer la versión de que Ángela decidió irse por cuenta propia, que se refugió en las instalaciones de un colectivo feminista y que volvió a desaparecer en cuanto las integrantes se percataron de que la estaban buscando. Este caso pone de manifiesto que, en México, la seguridad y la justicia se procuran en un clima de incertidumbre y simulación.
Los mexicanos vivimos al acecho, basamos nuestras acciones y actitudes en la desconfianza y esa costumbre permea en todos los niveles de la sociedad. Las puertas de nuestras casas tienen doble, triple y hasta cuádruple chapa; subes al camión con la mochila por delante para evitar robos, el cordón de tu bolsa lo dejas dentro de la chamarra por si alguien quiere arrebatártela, te guardas un poco de dinero en los calcetines por si te asaltan y no tienes cómo volver a casa o comunicarte con tus conocidos. Y así, cientos de ejemplos de lo que hacemos para prevenir la delincuencia porque, por supuesto, con el gobierno no se puede contar para eso.
Esta cultura de la desconfianza nos juega en contra cuando hemos sido víctimas de algún delito, porque no solamente nos enfrentamos al desgaste de intentar proteger nuestra integridad y la de nuestros bienes, sino al de tratar de convencer a las autoridades de que no fue nuestra culpa, de que sus “acciones contra la delincuencia” no son suficientes y de que sus protocolos son obsoletos y revictimizantes. Si te roban el auto es tu culpa, por estacionarlo en ese lugar donde sabes que roban autos; si roban tu casa, tú culpa por no poner protecciones a las ventanas, por no ponerle más chapas, por no tener cámaras; si te asaltan en la calle, tu culpa por no ir “a las vivas”, por caminar por esa calle oscura y solitaria.
Cuando se acaban las justificaciones y no queda otra que trabajar, los esfuerzos de los encargados de procurar seguridad y justicia se vuelcan en crearse toda una realidad alterna, una simulación en la que los trenes se incendian solos, en la que los ciudadanos se atraviesan en las balaceras para morir acribillados, en la que los periodistas atentan contra sus propias vidas, y en la que las mujeres desaparecemos, nos secuestramos o nos suicidamos solo para boicotear gobiernos y tirar candidaturas. Luego, le “hacen al cuento” al fabricar enemigos, simular castigos ejemplares y “resolver” casos mediáticos para apaciguar el reclamo social.
Que si Aburto no era Aburto, que si sí mató a Colosio, que si lo mató Salinas. Que si el Chapo no es el Chapo, que si se operó la cara. Que si los estudiantes de Ayotzinapa eran narcos, que si no. Que si María Ángela se fue porque quiso, que si no es ella la que aparece en los videos. Total que en México, ya no se le cree ni a la víctima ni a las autoridades, que pierden más tiempo en el simulacro que en el desarrollo de estrategias efectivas para la gobernabilidad y para la protección de la ciudadanía.
En este país, es la incertidumbre la que mantiene a raya la respuesta de la sociedad ante las injusticias, la que favorece la impunidad y la que fomenta la revictimización de quienes, valientemente, han decidido salir de la cifra negra para evidenciar que estamos muy lejos de ser el país de ensueño que se nos ha dibujado en las elecciones de cada sexenio. Hemos aprendido a la mala que, ante la duda, es mejor ver los toros desde la barrera, y que es mucho más fácil vivir en la simulación, en el entendido de que mientras el gobierno hace como que trabaja, nosotros hacemos como que descansamos en el “bienestar”, siempre y cuando no nos toque estar en el ruedo.