Corrían mis años de preescolar, allá por los años noventa, y los personajes que componían la dinámica de mi salón de clases no distaban mucho de los que podrían encontrarse en Carrusel, esa telenovela que, aunque no correspondía a mi época, en algún momento me tocó ver como parte de las socorridas repeticiones del Canal de Las Estrellas. De entre todos los pequeños que conformábamos el salón destacaban Lalito, el más travieso de todos; Joaquín, el de los ojos bonitos; Nayeli, la ruda y aunque todos ellos acaparaban la mirada de los profesores que, trabajando en una escuela pública, tenían que enfrentarse a grupos de sesenta niños, mi mirada nunca pudo pasar de largo sobre la presencia de Laurita.
Laurita era una pequeña de cara redonda, regordeta y con cabello rizado, el cual casi siempre llevaba agarrado en uno o dos chonguitos, dependiendo de la ocasión. Era de esas niñas que nunca se hacían notar, callada, quieta, solitaria. El suéter del uniforme le quedaba tan ajustado que se hacían aberturas entre cada botón. En ese tiempo los prejuicios aún no mermaban mi juicio, sin embargo, mis ojos de niña se vieron sorprendidos cuando un día, y un par de veces después a la hora del recreo, vi a Laurita buscar comida en el bote de basura. En una ocasión encontró medio sándwich y en la otra una torta. Cualquiera pensaría que el problema era que a Laurita no le mandaban lunch ni dinero para comprar en la cooperativa, la verdad es que su búsqueda iniciaba después de terminar su almuerzo. Unos decían que quizá se quedaba con hambre, algunos otros susurraban “niña cochina”, otros “ay, pobrecita, es que está tan gordita que seguro no se llena”. Lo cierto es que jamás vi a nadie profundizar en los motivos de Laurita, solo escuchaba los comentarios y las burlas de los demás que, gracias a las humillaciones disfrazadas de humorismo blanco en la televisión mexicana, les parecían normales y hasta agradables.
Ese hueco de incomprensión que dejó en mi mente la imagen de Laurita fue llenado con historias y chistes que escuchaba diario en la televisión, en la casa, en la calle. Poco a poco aprendí que ser gordo era algo de lo que había que avergonzarse, que los cambios en mi cuerpo eran buenos siempre y cuando este no se viera deformado por el exceso de grasa en áreas no atractivas para la mirada masculina. Llegaron los dosmiles y con ellos los pantalones a la cadera, como adolescente en transición tuve la desdicha de participar de esta moda hasta que, entre los cambios hormonales, la depresión y la ansiedad, mi cuerpo terminó por ceder y los pantalones simplemente dejaron de cerrar, no sin antes dejar la característica lonjita que sobresalía de los jeans marcada en mi cuerpo,
Mis círculos más cercanos empezaron a demostrar que mis principios de “obesidad” ya no eran aceptables. “Los pantalones ya no te cierran, obviamente no vas a comprar una más, tienes que bajar de peso” me decían los dramas adolescentes en los que la aspiración más grande era ser la reina del baile y caber en un vestido talla cero. “Mira, te compré esta faja y una crema para quemar la grasa. Úsala todos los días y verás cómo te vas a ver bien bonita” me decía la tía que en su buenondísmo camuflaba y transmitía los propios traumas heredados. “Gor-dol-fa” gritaban mis amigos desde las gradas cuando el entrenador del equipo de fútbol me omitía del juego por no tener las mismas habilidades que las demás. “Esto ya no furula. Además, ya estás muy gorda” me decía el exnovio que terminó conmigo por correo justo cuando mis padres se divorciaban.
Desde que tengo uso de razón, y seguramente desde siempre, la violencia contra los cuerpos que no cumplen con los estándares de belleza ha sido reproducida por la sociedad, legitimada por los medios de comunicación masiva e ignorada por las autoridades. Las políticas públicas que se han puesto en marcha contra la obesidad, al igual que las implementadas para erradicar la violencia contra las mujeres, son revictimizantes y solo evidencian la falta de empatía y de capacidad para abordar temas de nutrición pero, sobre todo, de salud mental. Porque no solo se trata de dejar de comer para no engordar, se trata de comer mejor para celebrar todo lo que nuestros cuerpos pueden hacer y eso solo se logra trabajando el autoestima, no poniendo un peso meta ni una imagen prototípica para replicarla.
Por más de sesenta años, durante el reinado de la televisión mexicana que se convirtió en nana y educadora de muchos mexicanos, aprendimos que maltratar y burlarse de las personas negras, pecosas, gordas, flacas, altas, bajas, etcétera, etcétera, etcétera era totalmente válido, aplaudido y rentable porque mientras tuvieras a cuadro a una persona vulnerable para burlarte del ella, el raiting se mantenía por las nubes. Pero los tiempos han cambiado, el reino ha caído, ante la nueva ola de la corrección política y la democracia de las redes sociales toda persona tiene los mismos derechos, pero, sobre todo, el mismo valor. No debemos a nadie una explicación sobre nuestro aspecto físico ni es necesario aguantar los comentarios violentos de aquellas personas a la que no les agrada la forma en que nos vemos. Es totalmente válido decir “ya no más” y totalmente necesario defender la soberanía de nuestros cuerpos.