Hace más o menos quince años, en algún centro escolar de la Ciudad de Puebla, la imagen de una chica semidesnuda, cuyo cuerpo apenas era cubierto por el uniforme escolar, era compartida por los arcaicos teléfonos de la comunidad estudiantil aprovechando las “bondades” del recién estrenado sensor infrarrojo de los dispositivos. Mientras la chica, aterrada, tomaba consciencia de que su imagen había sido vista por decenas de sus compañeros, el fotógrafo presumía su gran hazaña al tiempo que llenaba sus bolsillos con las monedas de adolescentes ávidos de satisfacer su morbosidad.
Acto seguido, las imágenes llegaron a manos de profesores y de directivos que no perdieron la oportunidad de destacar la desfachatez de la alumna puesto que, además de atreverse a posar con su cuerpo desnudo, cometió sacrilegio al utilizar la imagen institucional para explotar su faceta de femme fatale. Pero el fotógrafo, el fotógrafo no tenía la culpa de nada, si la chica no lo hubiera buscado nada habría sucedido; todo lo que resultó de esa breve interacción entre cámara y desnudez era sobre todo, para los ojos de las autoridades, responsabilidad de ella.
Por su puesto que la institución no se iba a quedar con los brazos cruzados, los directivos no podían permitir que el escándalo llegara a oídos de la SEP, la escuela no podía perder el reconocimiento de la sociedad, pero, sobre todo, no se podía permitir perder los apoyos económicos y las matrículas que tanto bien le hacían (y hacen) a los bolsillos de directores, de maestros y de mesas de padres de familia. Entonces, los representantes tomaron la mejor decisión que pudieron tomar: exiliar tanto a la chica como al fotógrafo de la comunidad estudiantil para limpiar el nombre de la escuela, “para que no se diga que aquí los alumnos hacen lo que quieren” decían.
Los involucrados terminaron los últimos meses de su preparatoria en el lugar a donde enviaban a todos aquellos que transgredían las normas del sistema, un colegio que, por cierto, pertenecía a una profesora de la institución de origen. La chica siguió su vida de la manera más normal que pudo, mientras que el fotógrafo, fiel a sus sueños adolescentes, puso en marcha una empresa de fotografía especializada en modelaje y eventos especiales. Su historia, por otro lado, se convirtió en una más de las anécdotas de juventud que sus compañeros ponen sobre la mesa durante las breves reuniones que la vida adulta les permite.
Relatos como este, con diferentes actores, con diferentes matices y en diferentes partes del país y del mundo quedaron ocultos bajo la sombra de la injusticia ante los prejuicios de una sociedad tremendamente violenta, pero extremadamente mojigata. Antes de que se le denominara violencia digital, esta ya se manifestaba tanto en la reproducción y la divulgación de imágenes privadas, como en el acoso que se ejercía a través de mensajes de teléfono, de chat o en correos electrónicos que, ante la falta de un marco regulatorio, se contemplaban solo como malas bromas aunque sus efectos pudieran afectar a sus receptores al grado de llevarlos a atentar contra su vida.
Según el informe sobre violencia digital presentado por el Frente Nacional para la Sororidad y Defensoras Digitales, el Estado de Puebla se encuentra en el cuarto lugar entre las entidades con más casos del país. El estudio arrojó, entre otros resultados, que estos casos regularmente no llegan a instancias legales, además de que de cada 100 víctimas 95 son mujeres, mientras que de cada 10 agresores 8 son hombres, lo cual pone de relieve que la violencia digital es un fenómeno que se mantiene en la cifra negra, que es profundamente machista y que está arropado por un sistema patriarcal que protege al agresor, al tiempo que revictimiza reiteradamente a la persona afectada.
El primer paso para resolver un problema es reconocerlo y nombrarlo, la violencia digital fue visibilizada gracias a la lucha de Olimpia Coral Melo quien decidió confrontar a su agresor y exigir a las autoridades que hicieran valer su derecho a la justicia. Como resultado de su valentía, la Ley Olimpia ha servido para dar voz y para proteger a las víctimas de cientos de agresores que han aprovechado la tecnología para ejercer su poder sobre las mujeres que cada vez somos menos sumisas y que ya no permitimos el sometimiento en detrimento de nuestros derechos fundamentales.
Pese a lo anterior, queda mucho trabajo por hacer. Se necesitan políticas públicas que ayuden a erradicar la violencia en la que fundamenta el imaginario machista su falsa superioridad, se requiere combatir la impunidad que solapa el abuso de los agresores, es primordial ejercer acciones contundentes para contrarrestar la violencia reiterada no solo de hombres contra mujeres, sino de las instituciones contra las víctimas que ante la mirada inquisidora y machista de la sociedad, ante la falta de una perspectiva de género y de protocolos de atención especializados, prefieren esconderse y callar.