Internacional

Empleada del psiquiátrico llevaba 33 años cobrando la pensión de su paciente muerto

Una mañana, el director de la sucursal atendió en persona a una de sus clientas más antiguas. La mujer llevaba más de dos décadas cobrando en mano la pensión de jubilación del paciente de un psiquiátrico. Ese día de mediados de 2007, la señora estaba a punto de salir por la puerta con el dinero, como llevaba haciendo media vida, cuando el responsable del banco le pidió comprobar el DNI del hombre enfermo.

— Oiga, esto está caducado—, la reprendió el director cuando vio el documento.

— Si ya lo sé. Pero el hombre está tan malito…

— Vaya a un notario y así se quita de líos.

— ¿Cómo se va a mover? Usted no lo ha visto—, se excusó la mujer.

En efecto, Jaime Pons no estaba para ir a ningún sitio. A esas alturas llevaba décadas bajo tierra. El hombre había muerto solo y sin descendencia muchos años atrás, en 1980. Desde entonces, Juana Igeña, la trabajadora social del hospital psiquiátrico Alonso de Vega, donde pasó Pons sus últimos años de vida, se las había ingeniado para cobrar la incapacidad absoluta que la Seguridad Social le ingresaba al hombre todos los meses. La mujer se embolsó durante 33 años un dinero que no era suyo sin que nadie se diera cuenta. Había encontrado una grieta en el sistema.

Sin embargo, su plan comenzó a torcerse desde que el director del banco le advirtiera de que el DNI estaba caducado. Igeña había aprovechado su posición en el hospital y la soledad del paciente — un hombre con problemas mentales a quien nadie echaba de menos— para quedarse con su documentación. La mujer fue a una sucursal de Caja Madrid (entidad incorporada actualmente a Bankia) en la calle Martínez Izquierdo para abrir una cuenta a nombre del fallecido, en marzo de 1981, y allí domicilió el pago de las pensiones. Durante los primeros 23 años apenas recibió 104 euros, pero desde 2013 la prestación rozaba los 700.

La sospecha de que algo no cuadraba se extendió en la sucursal del banco. La realidad es que nunca habían visto a Jaime Pons. Si los documentos no mentían ya rondaba los 100 años de edad. El banco le pidió a la trabajadora social en enero de 2013 un certificado de vida del cliente. La mujer, con el DNI original, y una autorización a su favor que había falsificado, obtuvo una en el Registro Civil de Madrid. Igeña la llevó al banco triunfal: nadie podía sospechar nada.

El trámite se convirtió en una costumbre. Cada 25 de mes, la trabajadora social iba al registro, obtenía un certificado de vida y con él iba dos días después a cobrar al banco, el día 27. Repitió la treta hasta en 50 ocasiones, según la policía. La pensión de Jaime Pons y, por tanto, Jaime Pons iban camino de la eternidad cuando un funcionario de la Seguridad Social se tomó la molestia de cruzar datos y buscar el certificado de defunción del hombre. En efecto, Jaime Pons estaba muerto.

La causa contra Juana Igeña entró en un proceso judicial por un delito continuado de estafa y otro de falsedad en documento oficial que acabó este lunes con ella sentada en el banquillo de los acusados de la Audiencia Provincial de Madrid. La trabajadora social tiene ahora 83 años, camina ayudada por un bastón y no escucha bien. Llegó al juzgado acompañada de su marido, su hijo y un abogado con toga que la trataba con tacto. La Fiscalía pedía para ella seis años de prisión y resarcir a la Seguridad Social con los casi 200.000 euros que había desfalcado. La primera vez que tomó la palabra fue para pedir perdón:

— Me arrepiento mucho de lo que he hecho. Lo lamento. Voy a devolver todo.

Su abogado llegó a un acuerdo de conformidad. Será condenada a dos años de prisión, el mínimo para no ingresar en la cárcel, y pagará casi 150.000 euros. Su hijo hizo ya un primer ingreso de 20.000 euros que la Fiscalía ha valorado como un acto de buena fe. “La familia lo ha pasado muy mal por este tema. Tienen ganas de que esto acabe”, dijo el abogado. Durante unas horas el acuerdo estuvo en el aire, ya que la acusación particular, que la ejercía la Seguridad Social, no veía claro recuperar el dinero y exigía más garantías. Igeña tiene una pensión de 800 euros inembargable, y un historial de deudas y juego, según fuentes judiciales, que hacía difícil que pudiera devolver el dinero. De todos modos, a última hora de la mañana se llegó a un pacto. La señora se santiguó al enterarse.

El juez le dijo a Igeña que ella no tenía que volver a declarar, pero que era mejor que se quedara a escuchar lo que todavía estaba sin resolverse. ¿Había otros culpables más allá de ella? La letrada de la Seguridad Social quería que la entidad, Bankia, pagara parte del dinero por no haber tenido el suficiente celo a la hora de abrirle la cuenta a un muerto y dejar que una mujer que no era familiar, ni nada por el estilo, se llevara el dinero cada mes sin mayor problema. El abogado del banco se defendió argumentando que fue la Seguridad Social quien expidió certificados de vida de un difunto. Los dos abogados se enzarzaron en un toma y daca que se alargó durante una hora. Uno leía el Código Civil, el otro contraatacaba con jurisprudencia. En medio de la discusión, entró una policía por videoconferencia que dijo que el Registro Civil y la Seguridad Social no intercambiaban información, uno de los agujeros en la Administración que aprovechó la trabajadora social para urdir la estafa.

El juicio fue decayendo. Las palabras flotaban con más pesadez en la sala. A Igeña y al público empezó a hacérseles demasiado largo. Los abogados seguían enfrascados en una larga discusión que parecía no tener fin. Cuando le dijeron a la condenada que por fin podía irse, se marchó cojeando, ayudada de un bastón. Antes de coger el ascensor que le llevaba a la calle dio gracias a Dios porque esto “había acabado”. Eso sí, este último tramo, el de la discusión burocrática, se le había hecho eterno. Dijo lo que muchos pensaban: “Vaya rollo”.

PENSIONES Y TESTAMENTOS SOSPECHOSOS

En pocos meses, la Audiencia Provincial de Madrid ha enjuiciado a dos mujeres que se apropiaron de la pensión o de la herencia de gente que murió sola y sin descendencia.

En septiembre de 2019, una empleada del hogar rumana se las ingenió para falsificar los cheques de una señora a la que cuidó hasta su muerte en Alcalá de Henares. Pero no quedó ahí su actividad delictiva. La empleada falsificó también el testamento, en el que se autonombró como única heredera. La policía descubrió el engaño. El juzgado la condenó a dos años de cárcel y a devolver los casi 100.000 euros que había robado.

El País

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